El mundo quebrado de Lupe
El sol aparece tímidamente recortando el perfil de la sierra mientras se inicia un nuevo día en Santa Lucía, una pequeña población del sur de México, donde la cotidianidad marca el ritmo lento del devenir del lugar. Donde los ciegos son invidentes por naturaleza y los sordos no escuchan por un defecto en el aparato auditivo.
Santa Lucía no tiene más de cinco mil habitantes. Prácticamente todos ellos se conocen y los rumores y chismes se transmiten de casa en casa, como en cualquier pueblo del mundo, pero es un lugar donde también habitan secretos que circulan por sus calles como el agua sucia arrastrada por la lluvia, que desaparece por las coladeras y se pierden en el olvido.
Una de sus habitantes es Guadalupe Isabel, Lupita, una preciosa niña de ojos color canela e inteligencia avispada. Todos sus profesores dicen que es una niña muy lista y que si no se tuerce por el camino de la ociosidad podría llegar lejos. Lupita nació en el seno de una familia humilde, una de las muchas que están ubicadas en las afueras del pueblo, donde la pobreza aparece en cada esquina y la búsqueda de unos pesos para llevarse algo a la boca se convierte en una batalla diaria.
Lupita vive en una pequeña casa con sus padres y su hermana mayor, Margarita. Su papá no tiene trabajo y se pasa las horas en las cantinas de la colonia Juárez. Su mamá trabaja como dependienta en el único centro comercial de la población, perteneciente a Don Julián, gran terrateniente y el dueño de prácticamente la totalidad de Santa Lucía.
Lupita y Margarita van juntas cada día a la escuela, aunque van a clases distintas, ya que Lupita apenas tiene siete años y Margarita ya cuenta con nueve primaveras. La escuela se encuentra en la otra punta del pueblo, por lo tanto, cada día recorren un largo camino hasta llegar a ella. La pequeña andaba últimamente preocupada porque desde hacía un tiempo Margarita no era la misma; Lupita veía muy triste a su hermana, cuando siempre había sido muy risueña y no paraba de gastar bromas y de hacerla reír. Ahora es como si alguien hubiera borrado la sonrisa de su cara. No hacía mucho ambas hermanas se entretenían durante el camino a la escuela hablando y chismeando, ahora sólo Lupita hablaba, tratando de robarle alguna sonrisa a su hermana pero Margarita permanecía en silencio, con los ojos clavados en el camino y sin musitar una sola palabra. Lupita se preguntaba qué podía haberle pasado a su hermana. Una mañana, de camino a la escuela, Lupita no pudo aguantar más y le preguntó qué le pasaba, nada, respondió Margarita, no me pasa nada, e intentó ofrecer una sonrisa forzada a su hermanita, que ésta no se creyó. A mi hermana algo le pasa y yo voy a tratar de averiguar qué es. Voy a hacer de detective, como en las caricaturas, y encontraré la sonrisa que perdió mi hermana.
Una mañana, días después de que Lupita empezara sus labores detectivescas, al llegar las niñas de la escuela y abrir la puerta, escucharon gritos y golpes, como si alguien estuviera dando puñetazos contra las débiles paredes de la casa. Lupita se asustó, agarró la mano de su hermana y la miró tratando de encontrar en ella alguna explicación que pudiera calmarla, pero su hermana parecía tan asustada como ella. Los gritos cada vez eran más desesperados y su agudeza se clavaba en los oídos de Lupita como miles de aguijones de avispas. El terror estremeció su pequeño cuerpo cuando se dio cuenta que los gritos suplicantes eran de su madre. Recordando lo que una vez le dijo su abuelita, se tapó los oídos pero los alaridos no desaparecieron y el miedo tampoco. ¿Qué le está pasando a mamá? ¿Quién le está haciendo daño? Lupita intentó llegar hasta la habitación de donde procedían los golpes pero su hermana la agarró de un brazo y le dijo que no se moviera, pero a mamá le está pasando algo, ¿no escuchas cómo llora Margarita? En ese momento, Lupita escuchó una voz grave que también gritaba, ¡puta, eres una puta y te voy a romper la madre!, ¡hija de tu chingada madre! ¡Era papá! Margarita es papá, ¿por qué papá no ayuda a mamá? Vámonos Lupita, vámonos a la calle a jugar un rato y ahorita regresamos. Yo no quiero jugar, quiero saber qué le está pasando a mamá. Antes de que se marcharan, Lupita pudo ver cómo la puerta de la recámara se abría violentamente provocando un sonoro golpe, igual que pasa cuando hace mucho viento y las puertas se azotan. ¡Mamá! Pero la fuerza de su hermana era mayor y no pudo resistir ante el tirón que la sacó fuera de la casa. Lupita lloraba desconsolada, nada ni nadie podía hacer parar ese reguero de amargas lágrimas ante la incertidumbre de lo que le estaba pasando a su mamá. ¿Margarita, qué le pasa a mamá? Nada m’hija, no pasa nada. Últimamente, ante cualquier pregunta que hago la respuesta, es nada, no pasa nada. Entonces, ¿por qué mamá llora y grita? ¿Por qué mi hermanita cada día está más triste? ¿Por qué mi papá ya no me abraza como antes? ¿Y por qué siempre está enfadado? Lupita lloró, más que por la preocupación lloraba por la incertidumbre, porque sentía que su pequeño mundo se desmoronaba ante sus ojos y ella no sabía por qué. Simplemente escuchaba: nada, no pasa nada.
Después de tres horas deambulando por el barrio como dos perros sin dueño y ante la mirada indiferente de sus vecinos, regresaron a casa. A Lupita le escocían los ojos de tanto llorar, ya no mostraba su inquietud en forma de lágrimas, pero seguía notando ese pinchazo en medio de su corazón que no calmó hasta que abrió la puerta de casa y corrió hasta la recamara de su mamá para ver cómo estaba. La vio plegando la ropa y colocándola en el armario, como si no hubiera ocurrido nada, como si todo hubiera sido una horrible pesadilla, igual que cuando veía aquellos monstruos que desaparecían al encender la luz, pero los monstruos no habían desaparecido del todo, mamá tenía grandes moratones bajo los ojos, pero lo que más llamó la atención de Lupita fue la cara de mamá, no por los moratones y los signos de lucha que había en su rostro, sino por el gesto, la mirada, esa mirada cansada, resignada, de abatimiento, de rendición, de claudicación, de hastío. Todo el peso del mundo lo ostentaba esa mirada triste y acabada. Lupita corrió hacia ella y la abrazó. Intentó transmitirle todo el amor que le profesaba, pero su mamá estaba fría y apenas la apretaba con sus brazos, no como lo hacía ella. ¿Qué te pasa mamá? Nada m’hija, no me pasa nada. ¿Mamá, tu sabes qué le pasa a Margarita? Últimamente está muy triste. Nada m’hija, no le pasa nada.
Una tarde, Lupita estaba en el salón jugando con una de las muñecas que su amiga Asunción le había prestado, cuando su padre entró en casa. Estaba tambaleándose y su aliento apestaba a cerveza mezclada con tequila barato. Hola papá. ¿Margarita y tu mamá no están? No, fueron a donde las telas de doña María, tardarán en regresar. Papá se sentó en el sofá y jugó con mi pelo. ¿Cuántos años tienes ya, Lupita? Ya tengo ocho papá, ¿no recuerdas que la semana pasada fue mi cumpleaños? Ya soy mayor, ¿verdad? Sí m’hija, ya eres mayor, y para que veas que eres mayor, vamos a jugar a un juego de mayores. ¡Qué bien, papá! Me lleva hasta su recamara ¿Qué juego será ese? Ya quiero ser mayor y que dejen de tratarme como a una niña pequeña.
Al día siguiente de que Lupita dejara de ser una niña y viera el mundo sin la mampara de la inocencia, ella y su hermana se dirigieron como cada día a la escuela. Ambas en silencio y con la mirada clavada en el camino.
El sol aparecía tímidamente recortando el perfil de la sierra y se iniciaba un nuevo día en Santa Lucía, una pequeña población del sur de México, donde parece que la normalidad rige la cotidianeidad del lugar. Donde los ciegos son muchos y los sordos no escuchan el agua sucia desaparecer por las coladeras.
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